En todo amor
hay por lo menos dos seres,
y cada uno de ellos
es la gran incógnita
de la ecuación del otro.
Eso es lo que hace
que el amor
parezca un capricho del destino,
ese inquietante y misterioso futuro,
imposible de prever,
de prevenir o conjurar,
de apresurar o detener.
Amar significa
abrirle la puerta
a ese destino,
a la más sublime de las condiciones humanas
en la que el miedo
se funde con el gozo
en una aleación indisoluble,
cuyos elementos ya no pueden separarse.
Abrirse a ese destino significa
en última instancia,
dar libertad al ser:
esa libertad
que está encarnada en el Otro,
el compañero en el amor.
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